martes, septiembre 06, 2005

Vaya, vaya: aquí no hay

He estado releyendo lo que escribí anteayer sobre Lanzarote, y me queda la duda de que quizá haya dejado una impresión negativa acerca de sus playas, por aquello de que las estuvimos buscando constantemente. Me gustaría dejarlo claro: las playas son penosas.

La mayoría de ellas son pequeñísimas, están llenas de pedruscos y el color negro de la arena les da un aspecto de sucio que, falso o no, desanima a la hora de tumbarse. La única excepción honrosa es la playa de Los Pocillos, en Puerto del Carmen, que es enorme y tiene arena clara para dar y regalar. Eso sí, es una playa urbana. O sea, multan a los nudistas.

Por eso los fanáticos y las guías dirán que si quieres buenas playas en Lanzarote lo que has de hacer es ir a las del Papagayo. Pero ¿quién en su sano juicio conducirá varios kilómetros por caminos de tierra y se jugará la vida descendiendo entre peñascos sólo para acceder a alguna cala minúscula que, aunque paradisiaca, estará abarrotada de gente? De nudistas, quiero decir.

Es más interesante ir a Playa Blanca (que, a pesar de su nombre, es un pueblo) y tomar el ferry hasta Fuerteventura. 30 minutos después se llega a Corralejo, pueblo junto al que hay un parque natural de dunas y hierbajos pero con una playa increíble. Enorme, de arena blanquísima y aguas transparentes, como las que aparecen en los anuncios y las películas. En un extremo imparten clases de kitesurfing y en otro de windsurfing. Obviamente no hay paseo marítimo pero sí una especie de búnkeres similares a los usados para proteger las vides: semicírculos de piedras amontonadas en torno a un hoyo.

Volvamos a los nudistas. Paseando por esta playa debimos traspasar un invisible umbral transdimensional que nos llevó por unos momentos a un surrealista mundo paralelo. De pronto vimos más adelante a una chica joven, morena, delgadita y de piel blanquísima. Estaba a cuatro patas, mirando hacia las dunas, justo en el lugar donde rompían las olas. Cuando nos acercamos a ella, corrió a esconder su blancura (y su rizada negrura) en el búnker más cercano, desde donde supongo que nos estuvo vigilando hasta que nos alejamos. Minutos después miré atrás: allí volvía a estar, blanca como la nieve, cabalgando sobre la espuma de las olas que le rompían en la entrepierna.

Luego en el hotel, ya de noche, uno se acuerda bajo la ducha de la nudista. De sus pechos pequeños apuntando al suelo. De la espuma de las olas lamiéndole las nalgas. Y sabiendo cuánto quema el sol en estas latitudes, se la imagina rosa, enrojecida. Se imagina untándole crema en el culete. Y dándole unos azotes.

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