domingo, enero 29, 2006

Una puta mierda

Eso soy. Así me siento. Así es la vida.

Llevo dos semanas bien hundido en el agujero. No sé por qué: sólo que me pasa de vez cuando. No salgo de casa, no quiero hablar con nadie. Cuando Genoveva se preocupó y me llamó le conté que me marchaba a una convención de ventas y que no volvería en 10 o 12 días. No sé si me creyó. Tampoco me importa. Atendí sus llamadas con evasivas y constantes alusiones a lo cansado que estaba. Lo que, por otra parte, tampoco era nada nuevo y estrictamente hablando no era mentira. Cuando no quería oírla, apagaba el móvil unas horas.

Casi no salgo de mi cuarto. Saludo a la chacha (dos veces por semana) con gruñidos. No me afeito, no me lavo, no me quito el pijama. Como lo que hay en la nevera y cuando se acaba compro telefónicamente a ECI. Me masturbo regularmente, más por aburrimiento que otra cosa. No tiro la basura, salvo por el retrete.

El otro día recordé que había empezado este blog. Pero no tuve ganas de escribir nada. Tampoco es que me fuera a salir nada divertido, por lo que la humanidad se ahorró otra historieta deprimida y depresiva. Otra más. Por cierto: esto lo es, ¿no?

El problema, tal como yo lo veo, es que recordé que no tengo motivos para vivir. Ni para morir. No tengo. Los días pasan sin cambios. No tengo fines, metas ni objetivos. Gano más de lo que puedo gastar, compro más de lo que necesito. No amo a nadie ni a nada. No sé por qué ni para qué llegué a este mundo.

Hoy, sin embargo, me he despertado de la siesta (a las nueve y media de la noche) súbitamente animado. Tampoco sé por qué. No es que haya cambiado nada, pero al menos ya no me pregunto por qué tengo que molestarme en respirar.

Creo que mañana volveré a la oficina: hace más de una semana que no aparezco. Nadie me ha llamado para preguntar por qué. Lo que agradezco.

La cuestión ahora es: ¿dónde encuentro yo un OpenCor abierto con cuchillas de afeitar?

jueves, enero 12, 2006

Porno duro


miércoles, enero 04, 2006

Si aún no sabes qué regalar

Quizá el kit de velas aromaterapéuticas sea lo que estabas esperando. Si no hiciste caso de mi anterior consejo, claro.

martes, enero 03, 2006

Maldita ley

Sí, yo estoy en ese indeseable 30% de la población. Y qué queréis que os diga: es algo que no puedo evitar. Es superior a mis fuerzas. Yo querría dejarlo, resistirme, para que las personas que me rodean no tengan que soportar el aire viciado por mi culpa. Que digo yo que tampoco será lo que se dice muy sano, claro. Pero, de verdad, no puedo evitarlo: me tiro pedos.

Y os juro que lo he intentado todo: acupuntura, parches psicotrópicos, baños de lodo, azotes en los nudillos con una regla de aluminio, desodorante en spray extrafuerte... Pero no hay manera. De repente advierto que estoy solo en un ascensor y simplemente no puedo evitar aflojar los esfínteres. Aaaaah, qué gusto. Cuando me estoy recreando en mi nube privada, se abre la puerta y entra alguien, claro. Qué sonrojo.

Sí, reconozco que muchos de nosotros nos saltamos las reglas. Al ya mencionado ascensor se suman las cabinas telefónicas (cada vez más difíciles de encontrar, por cierto), los pasillos desiertos, los andenes del metro (ah, esos ecos metálicos arrancados a la catenaria) y, ya puestos, los concesionarios de coches, los hospitales (procurando no hacer demasiado ruido), las salitas de espera de los notarios, el cuarto de contadores del bloque, los frigoríficos (ajenos), el tambor de la lavadora de mamá, las cacerolas grandes, la jaula del canario (R.I.P.) y un globo de publicidad del Carrefour. Con dos cojones.

Pero se han pasado. Los bares. Cómo puede alguien en su sano juicio prohibir el desahogo que tu cuerpo exige cuando llegas aterido de frío al bar, te quitas el chaquetón, pides un café hirviendo y una tostada churruscada con mantequilla y empiezas a entrar en calor. Todos sabemos lo que cuesta mantenerse hermético, reprimir las ganas de hacer tuyo por unos minutos ese espacio público. Insisto: se han pasado. Igual es el castigo merecido por no respetar los pocos espacios que debíamos respetar hasta ahora, pero una vez más estamos en manos de una pandilla de hipócritas. ¿Qué, que Zapatero nunca se ha tirado un pedo? ¿Ni Rajoy tampoco? Porque en esto sí que se han puesto de acuerdo, los muy cabrones: en jodernos a todos.

Volviendo al punto de partida. A lo hecho pecho, pero no puedo evitar seguir tirándome pedos. Si me los aguanto lo paso fatal: me pongo nervioso, tenso (sobre todo entre el esternón y las ingles), irascible... vamos, un síndrome de abstinencia en toda regla. Así que exijo a este gobierno que nos ha tocado la financiación de unos tratamientos eficaces para superar esta adicción, y al mundo en general un poco de comprensión. Que sí, que nadie tiene por qué tragarse el pedo ajeno, pero recordad que nosotros también somos personas. Casi podría decirse que somos seres humanos.

Aunque a veces no lo parezca, como cuando los buñuelos de viento caseros. Lo que nos reímos aquel día...

lunes, enero 02, 2006

Días extraños

Strange days have found us
Strange days have tracked us down
They’re going to destroy
Our casual joys
We shall go on playing
Or find a new town

~ The Doors, Strange days


Estos días de fiesta que ya se acaban siempre son días extraños. Al menos para mí.

Al agotamiento producido por el fin de año (insisto: malditas cuentas vivienda) en el plano laboral se une el estrés que siempre provocan las reuniones familiares. Ah, la familia: esa gente a la que no le queda más remedio que aceptarte cuando no te queda más remedio que volver. Cuánta paciencia hay que tener para no emprenderla a mordiscos con ellos.

Porque no tiene nombre que te presentes, obligado, a la tradicional cena de Nochebuena y te reciban con los mismos villancicos horrorosos que llevas oyendo toda tu vida, pero este año en versión MP3 vomitada a todo volumen por el home cinema del salón. Ahí, elevando el horror a nuevas cotas que parecían inalcanzables.

No tiene nombre que el imbécil de tu hermano pequeño no te dé las buenas noches sino que sólo pregunte dónde está Genoveva (seguro que se masturba pensando en ella, el muy salido). Pues con sus padres, dónde va a estar, ¿aquí, con la familia Munster? No tiene nombre que cuando tu madre salga de la cocina, donde se dedica a adornar primorosamente todos los platos de Mallorca con huevo hilado, lo único que te pregunte es por qué no ha venido Genoveva. Pues porque no es idiota, mamá.

Tampoco tiene nombre que cuando tu hermana aparezca a las 11 de la noche, entre el clamor de las tripas que gruñen entonando alguna ópera de Wagner, no le sorprenda que le hayamos esperado más o menos tranquilamente sin empezar a cenar, pero sí que no haya venido Genoveva. Es que, cariño, a ella le gusta cenar temprano. Que luego va con sus padres a la misa del gallo.

Y para irte a la cama calentito, tu padre (influido sin duda por el discurso del rey) alza la quinta o sexta copa de la noche y brinda por esos nietos que teme nunca tendrá, porque sus hijos son unos desagradecidos de mierda que no quieren hacerle abuelo. Gracias a Dios que Genoveva, su queridísima nuera en ciernes, está enderezando al primogénito, y pronto le llevará al altar.

Si tú supieras, papá, si tú supieras...



Entras en tantas tiendas, una tras otra, tan llenas de gente, que ya no sabes si estás en Cartier, o en Loewe, o en Carolina Herrera. Agarras lo primero que no es del todo horroroso, pero lo sueltas cuando ves que es barato: a saber luego quién tendrá uno igual. Compras y compras, a codazos, y te fascina la dependienta que se empeña en meter un estuche en una bolsa obviamente demasiado pequeña. Huyes cuando recuerdas que aún no te ha cobrado (sujetas la visa en tu sudorosa garra), dejándola sumida en su personal lucha contra el espacio. Sales trastabillado a la calle (Goya, Serrano, Velázquez, qué más da) y sólo ves gente y gente y más gente. De repente te falta el aire, y tienes que coger (tirarte encima casi) un taxi para huir de allí y volver a casa.

Creedme: he visto el infierno, y está lleno de gente.