sábado, septiembre 24, 2005

La chica de la Cruz Roja

¿Cuántas veces te han asaltado cuando caminabas tranquilamente por la calle para intentar robarte tiempo? ¿Cuántas veces te han pedido un minuto para explicarte por qué tienes que echarle una mano a Greenpeace, a la Cruz Roja, a Médicos Sin Fronteras, a Alcohólicos Anónimos, a qué sé yo qué asociación? ¿Y cuántas veces te has parado a escuchar? ¿Cuántas, sin embargo, has mentido diciendo que no tenías tiempo, o has seguido de largo mirando para otro lado, o simplemente has fruncido el ceño intentando mostrar el enfado que te provoca ser molestado por esta gentuza que no tiene mejor cosa que hacer que intentar joder a los viandantes?

Qué ironía.



Ayer fue un día horrible. Perdí toda la mañana con varios clientes que no tenían el menor interés en comprar nada. Luego, comiendo, arruiné la corbata de Gucci que llevaba puesta. Después perdí media tarde en un atasco espantoso provocado por el condenado mundial de ciclismo y la otra media con un cliente que sí tenía interés en comprar, pero no sabía el qué. Así que cuando salí a la calle estaba bastante enfadado. Al esquivar a un mendigo despatarrado en la acera resbalé con una plasta de perro y al sujetarme a un árbol para no caerme me destrocé la mano con las grapas con las que un imbécil había intentado clavar un anuncio. Justo en ese momento oí a mi espalda:

―Perdona, ¿tienes un minuto?

Me di la vuelta, viendo a una chica que llevaba una camiseta blanca con una gran cruz roja, mientras concentraba toda mi rabia en la punta de la lengua. Pero antes de poder escupirla, advertí que la camiseta tenía relieve. Observé que en los extremos de la cruz, en la cumbre de las dos montañas, se erigían sendos pezones. Y me quedé mirando como un idiota. Mi rabia desapareció, mi enfado se disipó, y sólo quedó el firme deseo de besar, amasar y hundir la cara entre aquellas maravillas de la naturaleza. A toda costa.

Rápidamente le miré a los ojos, para descubrir que ella también subía la mirada. Claro que tengo un minuto, le dije a unos inmensos azules. Verás, estamos haciendo una campaña para recaudar ayuda para los damnificados del huracán Katrina, dijeron sus carnosos labios. Ah, qué bien, dije sonriendo todo lo amablemente que pude. Interpuse mi Tag Heuer entre su nariz y la mía. Se me ha hecho un poco tarde... ¿qué te parece si me lo cuentas mientras merendamos? Hay una cafetería estupenda aquí al lado. Duda. No tardamos nada, está a la vuelta de la esquina. ¿Qué me dices? Volvió a mirarme de arriba a abajo, miró su reloj y se acercó a una compañera gorda para decirle algo. Ambas sonrieron señalándome mientras yo admiraba la parte alta de sus vaqueros.

Cinco minutos después entrábamos en un Starbucks. Sentados en un par de sofás individuales, intercalando sorbos a unos cafés estrafalarios y bocados a unos bollos con forma de feto, Lorena (qué nombre tan bonito) me largó el rollo comercial, mientras yo le miraba fijamente a los ojos, concentrando toda mi atención en la zona de mi visión periférica ocupada por sus tetas y cruzando mentalmente los dedos para que por favor alguien me llamase al móvil.

Justo cuando llegaba el desagradable momento de pedirme un donativo sonó mi teléfono (gracias-gracias-gracias). Disculpándome, abrí el maletín de Loewe sobre mis rodillas y saqué un cuaderno y una pluma de cuero de Carolina Herrera, mi RAZR negro y vi que quien llamaba era Genoveva. Colgué y mantuve una importante conversación de negocios conmigo mismo. Lorena me miraba fijamente. Con el pretexto de apuntar una cita volví a hurgar, sacando el iPod mientras decidía qué libro era el adecuado: 13,99 euros, Nana o El diario de Bridget Jones. Saqué obviamente El diario, también la iPAQ y remoloneé un rato más antes de despedirme de mí mismo y apagar el teléfono. Lo siento mucho, Lorena, dije sonriendo mientras apagaba el móvil. ¿Me decías?

Pero ella ya sólo quiso hablar de música, de Bridget, de cine, de móviles, cuál es tu película favorita, qué libro te ha hecho pensar más, qué canciones te dicen más, etcétera. Dos horas después, ya casi oscureciendo, salimos del Starbucks. Le invité a cenar y aceptó. Me dijo que tenía que pasar por casa a cambiarse, porque no podía ir así a un restaurante. Me ofrecí a llevarla: tenía el coche aparcado allí mismo. Rehusó un poco, justo hasta que señalé al Serie 1 del otro lado de la calle. Ya que nos cogía de camino, le pregunté si no le importaría que yo también pasase por mi casa a cambiarme.

Media hora después estábamos follando como animales en mi dúplex.



No penséis mal de mí. Luego le llevé a su casa en mi descapotable y esperé pacientemente. Fuimos a cenar a un restaurante caro. En los postres le di mi tarjeta y un cheque al portador para que ella se encargase de donarlo a la Cruz Roja. Se empeñó en llevarme a una discoteca o similar donde decía que nos lo íbamos a pasar en grande con sus amigos. Obviamente me negué hasta la náusea. Al final terminamos yendo a un garito menos ruidoso pero más tranquilo donde estuvimos tomando copas hasta las tantas. Ella me contó toda su vida y milagros. Yo me concentré en cómo se derretía el hielo.

Cuando se bajó del coche frente a su casa, ya al alba, me prometió que me llamaría. No lo dudo. Probablemente descolgaré, para saber qué fue del cheque.

Comentarios:
Creo que este sueño lo hemos tenido todos alguna vez en la vida. Es bonito a la par que agradable. Es una lástima que nunca se haga realidad
 
¿Sueño? Si tú lo dices...
 
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