domingo, octubre 16, 2005

¿Lo mejor es enemigo de lo bueno?

¿Os acordáis de cuando juntando tapas de yogures se conseguían increíbles regalos en el ultramarinos de la esquina? Una vez, de pequeño, logré así una enorme caja llena de clicks ambientada en el Oeste: indios con sus tipis, vaqueros en su fuerte, caballos y todos los accesorios correspondientes. Era el fruto de varios meses de paciente recolección de tapas, muchas de las cuales costaba la propia vida despegar enteras del envase.

En un anticipo de lo que nos esperaba con el advenimiento de Ikea, Bricomanía y demás parafilias afines, lograr que el contenido se pareciese a la foto de la caja requería unas cuantas horas de concienzudo y meticuloso trabajo uniendo piezas (puntiagudas y cortantes) de plástico entre sí y pegando docenas de minúsculas pegatinas en los espacios preparados al efecto. Eso sí, con la ayuda de un magnífico y exhaustivo manual gráfico. Como suele decirse, «no pain, no gain».

Entonces sucedió: una pegatina que según el manual debía servir para dar al tipi su genuino aspecto indio (esos patrones geométricos y animales esquemáticos) faltaba. ¡No estaba! Aunque se indicaba claramente que debía venir en la hoja número tal de pegatinas, allí no había nada más que un espacio en blanco. Horror y desesperación. Tantas semanas de paciente espera para terminar con un juguete defectuoso, mutilado, incompleto. Empecé a llorar como una Magdalena, y cuando mi madre, alarmada por el escándalo, acudió a ver qué pasaba, recibí un par de buenos azotes para tener así un motivo real (léase físico) por el que llorar.

Y es que en este país (y más en aquellos años, cuando las palabras control de calidad carecían de significado en la mayoría de las empresas) no se puede ser un jodido perfeccionista.



Sin embargo, creo que he logrado apañármelas bastante bien en los últimos años. Encauzando ese gran defecto hacia mi trabajo, y más concretamente hacia mis clientes, consigo maravillas.

Estoy disponible 24 horas al día 7 días a la semana. Felicito telefónicamente a mis clientes en sus cumpleaños (si fueron tan amables de indicarme la fecha, claro). Escribo a mano una dedicatoria personalizada en el christmas que les envía la agencia cada año, junto con una botella de vino. Cuando hablo con ellos, les pregunto por sus esposas, hijas, amantes, perros o tarántulas, según tengan (para lo que llevo todo convenientemente apuntado en mi agenda electrónica). Me dirijo a ellos usando sus nombres de pila. Les llamo al hospital para interesarme por su salud cuando están convalecientes de un infarto, otro lavado de estómago o una nueva liposucción (no les envío flores por si fueran alérgicos).

Detalles. Menudencias. Pero dado el nivel medio imperante, es increíble el efecto que surten. He vendido más de un piso a raíz de la llamada de agradecimiento de un cliente al que había enviado una invitación para el salón del IFEMA donde se reunían todos los locos como él. Muchos de ellos llaman a la agencia preguntando por mí y se niegan a hablar con los demás vendedores. Incluso he cenado con la hija de alguno y la he llevado al teatro.

No está mal para un jodido perfeccionista.

Pero claro, ¿qué puede esperarse en un país donde existe ese refrán de «lo mejor es enemigo de lo bueno»? ¿Y lo malo no lo es? ¿¡No!? Pues vaya.

Comentarios:
Tomo buena nota
 
Dos cositas: no es nada que no te digan en un buen curso de técnicas comerciales (o pestering), pero luego hay que tener cierta predisposición natural; y mi palabra no es ley, así que no quiero reclamaciones ni lloros ;-).
 
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