domingo, octubre 09, 2005

Si Mahoma no va a la montaña

Esta mañana muy temprano se presentó en mi piso Genoveva vestida de domingo y con ganas de guerra. De nada sirvieron mis leves protestas: sus ojos me obligaron a ducharme, afeitarme y vestirme de diario (esto es, con traje y corbata). Fuimos a un VIPS a desayunar. Ella tomó un andaluz y yo, como muestra de rebeldía, un brownie con un chocolate a la taza. Al terminar, cuando jugaba con la cucharilla y los últimos restos de chocolate, me dijo:

―Date prisa, que llegamos tarde a misa.

Sí, sí: a misa. Todavía quedan jovencitas virtuosas que acuden a la iglesia los domingos para oír la palabra. Y precisamente una de ellas me tuvo que adoptar como novio.

―¿Pero cómo que a misa? Yo ahí no voy.

Y no me malinterpretéis: no es que crea que está mal ni nada por el estilo. No es por principios ni porque sea ateo (de los primeros no tengo y en cuanto a lo segundo yo me calificaría más bien de arreligioso), sino simple y llanamente porque me aburre. A rabiar.

―No digas tonterías ―sonrió Genoveva―. Nunca quieres acompañarme, y algún día tendrás que empezar a hacerlo.

―De acuerdo: la próxima semana.

Entonces sus ojos me miraron como sólo ellos saben mirar. Quince minutos después entrábamos en la iglesia del barrio. Dicen que la primera impresión es la que cuenta. Y la primera impresión, tras sortear a los tres mendigos que bloqueaban la puerta, es que las paredes necesitaban una buena mano de pintura, los bancos una buena mano de barniz y las ancianitas que los abarrotaban una buena mano de botox. Yo diría que alguna también necesitaba una tena lady.

―Me estoy poniendo nervioso ―susurré, mirando de reojo a una abuelita que se sonaba la nariz con un pañuelo floreado mientras sostenía un gato en brazos.

―¡Sssshhhh! Calla, que ya empieza ―me riñó Genoveva entre dientes.

Recuerdo que vi salir al cura de una puerta lateral mientras todo el mundo (yo también, merced a un certero taconazo de Genoveva) se ponía en pie. También recuerdo que abrió un enorme libro que traía bajo el brazo y empezó a leer de él. Y aquí todo se vuelve difuso. Frases sueltas de las lecturas y del sermón (que trataba sobre el último partido de la selección o algo así) se me mezclan con los cuchicheos de las señoras de la fila de atrás, a las que de vez en cuando hacía callar Genoveva: al parecer, el pescadero de la esquina está liado con la frutera de enfrente, como es justo y necesario. En algún momento sonaron violentas unas campanillas, logrando despertarme. Genoveva se había arrodillado, dejando al aire sus preciosos gemelos. En el banco de al lado, un señor que llevaba pantuflas también los miraba. Olía levemente a incienso y a polvo. En un momento dado recibí un codazo en las costillas, justo cuando el cura decía:

―Podéis ir en paz.

Y salimos corriendo a la calle a la vez: Genoveva parecía tener más prisa que yo en irse. De camino a casa de mis padres me dijo que qué vergüenza, que cómo se me ocurría quedarme dormido en la iglesia y que era la primera y la última vez que me llevaba a misa.

―Amén ―contesté. Pero sólo para mis adentros, porque todavía le tengo cierto apego a mi vida.

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